Ya tengo la web.
Puede sonar trascendental, pero no lo es. Es simplemente un peldaño más. Uno de tantos que hay que escalar en este camino.
El trabajo de escribir ya es arduo. Pero el de un escritor autopublicado… es titánico. ¿Por qué? Porque no tienes un nombre. Nadie te conoce. Y si, como es mi caso, publicas tu primera obra, ni siquiera existe una referencia que diga si lo que escribes vale la pena o no.
Pero aquí estoy. Con un trabajo cómodo y tranquilo, sí. Entonces, ¿por qué complicarme la vida con esto?
Porque cuando escribo, el tiempo desaparece. Las horas se disuelven como si no existieran. Siento que estoy creando, que hago algo mío. Algo que no nace de la obligación, sino del deseo. Y eso… eso no tiene precio.
Desde pequeño, la imaginación fue lo que me definió. Los profesores decían que estaba siempre en las nubes. Y tenían razón. Con los años, aprendí a pisar tierra firme. Me volví más práctico, más funcional. Pero, curiosamente, eso no me ayudó. El mundo se volvió rutina. Días que eran una copia del anterior. Años de galeras. Y solo cuando imaginaba —cuando me perdía en historias— me sentía libre.
Ahora, con cinco décadas ya casi rozándome los talones, noto cómo la vida me empuja hacia la orilla más gris de mí mismo. Como una corriente que arrastra hacia las rocas en lugar de hacia la playa. Y en medio de ese arrastre, he sentido la necesidad de dar un último impulso. De intentar. De alzar la voz y preguntarme: ¿por qué no?
¿Por qué no podría dedicarme a lo que me gusta?
¿Por qué no pelear por ello?
Y eso he hecho.
He dejado de imaginar en silencio. He dejado de hablar sin hacer. He escrito mi primera novela y he decidido compartirla. Porque cuando escribo, las horas se van como suspiros. Porque disfruto cada segundo. Porque me encanta. Y porque vivir así es —y siempre ha sido— mi verdadero sueño.
Tengo edad. Tengo cicatrices. Y tengo el suficiente callo como para saber que este camino no será fácil.
Pero al fin y al cabo, ¿cuál de los caminos que valen la pena lo es?
J.F. Goulding